Sin destino fijo.

Arranco al pirineo sin destino fijo, acabando en el valle al que me lleve la curiosidad sobre mi pequeña furgoneta.

Amanezco en un pueblo de piedra y techo de pizarra, y me hago un café. Aquí empieza todo, levanto la vista y elijo una montaña que me llame la atención. Sin saber su nombre, la observo e imagino posibles lineas de ascenso. Estudio las canales, las aristas, las pendientes y orientaciones.

También identifico la mejor aproximación, aquella pista que se asoma en el pinar, esa zona donde el río es vadeable.

Paso el día conociendo el valle, sus pueblos, acoplando mi cuerpo poco a poco a su ritmo.

Al día siguiente me levanto temprano. En la mochila, material ligero: dos tornillos, medio juego de friends, y una cuerda ligera de 30 metros.

Así,me adentro en la montaña de la que poco sé, siguiendo el itinerario planificado el día anterior. Me encuentro con nieve dura, tramos donde la roca deja algo que desear, y me alegro de llevar los 30 metros de cuerda para rapelar a una brecha desde la que terminar la ascensión.

Ya en la bajada saboreo los olores del bosque. No sé que cima he hecho hoy. No sé el nombre de la canal ni su dificultad. Por el clavo que he encontrado en la arista, es evidente que no soy el primero que camina por allí. Sin embargo he sentido exploración, soledad, descubrimiento, incertidumbre y montaña, mucha montaña.



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