Durante mis años
de universidad, cayó en mis manos un libro de la editorial Desnivel titulado
Montañismo, La libertad de las cimas. Aquel manual abarcaba todo: los
principios de la escalada en roca, el alpinismo, la acampada, la orientación,
los primeros auxilios… incluso dedicaba capítulos a la geología, al ciclo de la
nieve y a la meteorología.
El libro definía
el concepto de Libertad de las Cimas, una idea que me resonó profundamente. Fue
un descubrimiento importante para mí, porque sentí que había encontrado un
camino, una dirección que me apetecía explorar. Ese concepto se traducía en una
forma de recorrer las montañas con respeto, conocimiento y soltura. Sin
embargo, aquella libertad no era algo dado, sino algo que debía conseguirse a
través del intercambio de ofrecer entrenamiento, preparación y motivación.
Ese enfoque me
parecía profundamente completo. Implica tanto el entrenamiento físico como el
mental: poner el cuerpo a punto para moverse por terrenos verticales y
exigentes, y a la vez desarrollar una mente serena. Requiere también conocer a
fondo el medio en el que te mueves, leer las montañas, entender la roca, la
nieve y el tiempo, y saber utilizar el material que te acompaña. Además, hay un
componente esencial en la relación con el compañero: aprender a confiar, a
apoyarse mutuamente, a formar equipo. En esa conexión he crecido mucho como
persona.
Al principio
pensaba que el alpinismo era un espacio libre. Pero con el tiempo comprendí
que, como casi todo en la vida, también está contaminado por normas, presiones,
comparaciones y exigencias. Se nos dice cómo, cuándo y dónde debemos hacerlo. Qué
es lo valioso, y qué no. Aparece una especie de currículum alpinista que parece
necesario cumplir: unas vías que hay que escalar, una forma de vestir, unos
códigos, unas reglas sobre cómo se debe progresar, a qué se puede agarrar uno y
a qué no. Y es entonces cuando aquella motivación pura e iniciática empieza a
transformarse.
Ahora, después de
haber seguido en muchas ocasiones las normas y expectativas de los demás, he
comprendido que lo verdaderamente importante es estar en paz construyendo mi
propia trayectoria. Esa paz nace de haber trazado un camino propio, uno que
realmente deseo recorrer, con mis reglas, mis ritmos y mi manera de entender la
montaña.
En ese camino,
una de mis prioridades es fluir. Fluir entendiendo que el verdadero disfrute en
mi montaña aparece cuando el cuerpo se mueve sin tensión. Cuando surge la
rigidez en una pared o en un paso difícil, cuando los horarios se estiran,
cuanto te pierdes, algo se rompe: desaparece la ligereza, la conexión. Muchas
veces es inevitable, y se aprende, pero mi objetivo es reducir al mínimo esa
tensión. ¿Cómo? Entrenando con constancia, eligiendo objetivos acordes con mis
capacidades del momento y cultivando la serenidad mental, la soltura en el
movimiento y la concentración. Pero también a través del orden en el material,
de una buena planificación y de la comunicación honesta con el compañero. En
definitiva, a través de todas esas pequeñas capacidades que hacen que, algunos
días, en ese estado de flujo, encuentre mi Libertad de las Cimas.

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